Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado” (Gn. 2:7-8).

Desde que Dios concibió la idea de crear al hombre y su entorno de habitación, su pensamiento fue de construir algo encantador y agradable que fuera un lugar de placer y deleite, en donde el alma del hombre disfrutara la verdadera y original delicia. Pero, naturalmente, esta sensación deliciosa no dependía de las cosas físicas que llenaban aquel lugar, tales como: árboles de diferentes especies y formas; las aves más bellas que el hombre pueda imaginarse; animales, desde los más pequeños hasta los más grandes, contenidos en mucha variedad; especies acuáticas de lo más maravilloso que la mente divina creo.

Pero no, no era esta belleza, que de por sí era impresionante, lo que hacía de Edén un lugar especial. Era la presencia del mismo creador, lo que hacía que aquel lugar fuera paradisiaco. Su presencia producía en el hombre aquel sentimiento de paz, de gozo profundo, de placer inocente y puro muy intenso, que hacía que el ánimo del hombre estuviera en una condición muy, muy especial. Era -sin lugar a equivocarme- un lugar de gozo, tal y como la misma palabra “Kden” del hebreo: “gozo, placer, deleite, delicia, etc.”, significa. Su nombre describía las condiciones que imperaban en aquel precioso y único lugar, creado por Dios para su amada criatura, el hombre.

El entorno natural sólo complementaba el verdadero origen del deleite espiritual. Era como el adorno que completaba el cuadro magistral que Dios pintó en el huerto del Edén. Sólo de pensarlo es maravilloso: arboles, bosques, aves y sus cantos, la belleza exuberante de cada especie animal y las plantas con sus bellas flores; ríos de cristalinas aguas con sus pacíficos habitantes, etc. Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí era bueno en gran manera…” (Gn. 1:31).

Pero sucedió lo que no debía haber pasado. El hombre desobedeció a Dios y pecó. Aquella maravilla creada por Dios se oscureció y desapareció. El diluvio se lo tragó y barrió su lugar, y no quedó nada.  El hombre, en su ser interior tiene reminiscencias de aquel lugar maravilloso. La ansiedad y el vacío que se generó en su alma, Satanás se afana por llenarlo. Es indudable que el hombre sin Dios está incompleto y generalmente sufre de insatisfacciones y aburrimientos, síntomas inequívocos del vacío que hay en su alma.

El diablo se apresura a buscar las mil y una formas para satisfacerlo mediante verdadera basura química, subliminal, física, musical; estimulando sus sentidos carnales a verdaderas sensaciones demoniacas, que lo esclavizan y arrastran, no sólo al pecado sino a la muerte eterna.  Y como no tomaron en cuenta a Dios: “Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aún sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza…” (Ro. 1:26).

El diablo, en el afán de mantener al hombre ocupado en la búsqueda de placeres y deleites para apaciguar sus ansiedades, se inventa las mil y una razones para generar fiestas en donde el hombre encuentre diversión y placer, sin tomar en cuenta que lo que hace es someterse a los demonios.  La iglesia misma cae en esa diabólica trama cuando usando como argumento o pretexto el nombre de Dios o de algún santo hombre de Dios, ofrecen sacrificios a los demonios, entregándose a fiestas donde hay música, comida, bebida, etc.: “Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar” (1 Co. 10:7).

La historia se repite y el apóstol Pablo exhorta a la iglesia de Galacia, quienes llenándose de celebraciones y  fiestas buscaban vivir un evangelio alegre y placentero. Parecía, como que Cristo no era suficiente, leamos: “…no conociendo a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses; mas ahora, conociendo a Dios… ¿cómo es que os volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos…? Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros” (Gá. 4:8-11).

No cabe duda que el mundo se llena de “…hombres amadores de sí mismos (…) amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a éstos evita” (2 Ti. 3:2, 4-5). Para muchos, Cristo tarda su venida y mientras esperan, para no aburrirse se inventan fiestas cristianas” que son verdaderos émulos (imitación) de las fiestas impías donde hay música moderna, diversión, conectes, comida, etc. Pareciera que el alma de ellos no está satisfecha ni “completa en Cristo”, como lo dijera el apóstol Pablo: “…para que estéis firmes, perfectos y «completos» en todo lo que Dios quiere” (Col. 4:12).

Toda fiesta o días de fiesta o celebraciones cuya finalidad no sea la de exaltar y glorificar al Dios vivo, esconde pretextos para idolatrar a los demonios que, disfrazados de motivos sentimentales o altruistas, nos llevan a su adoración. Decía el gran rey, y profeta y siervo de Dios, David: “Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón” (Sal. 37:4).

¡Aleluya! Cristo, mi querido hermano y amigo, debe ser nuestra satisfacción completa, la razón de nuestra paz y nuestra alegría. Que la paz de Jesucristo, nuestro Salvador sea con cada uno de nosotros.  Amén.