Dios es el creador de la belleza. Y pregunto: ¿quién no es admirador o pasionario de la belleza? Pero lo particular de ésta, es que se maneja bajo un criterio personal o mediante cánones establecidos por seres humanos, quienes son capaces únicamente de calificar, bajo un criterio puramente sensitivo, limitado a los sentidos físicos, los cuales no son capaces de dimensionar aspectos sublimes o espirituales, haciendo en tal sentido de la belleza como tal, un complejo poético, entrelazado con una apreciación cultural, sensual o persuasiva.

Hace algunos años me compré un automóvil. A criterio de muchos era “feo, feo”. Alguien se atrevió, quizá con mucha pena a preguntarme: ¿por qué compraste un carro tan feo? Y respondí: es que a mí también me parece “feo”, -a lo cual refutó enérgicamente: entonces ¡por qué lo compraste! -Y respondí convencido: “lo bello de este carro, es lo feo que parece”. Me gustó eso, que todos le llamen “feo”. Me quedé viendo una vez más mi carro y dije: “está realmente bello”. Lo tuve por mucho tiempo y cumplió su propósito con mucha eficiencia y “satisfacción total, no miento”. Creo que ha sido el mejor y más bello vehículo doble tracción que he tenido.

 

¿Por qué esta reflexión?

Hace unos días, escuchaba una melodía cristiana -de un grupo muy reconocido internacionalmente-, que me llamó la atención. Tenía una perfección polifónica de elementos armónicos, respaldado por ritmos, acordes, así como el entrelazamiento de arpegios, perfectamente ubicados a un mensaje bíblico bien trazado. No hay errores de ejecución y con un profesionalismo evidente, pueden hacer de los escuchas, verdaderos esclavos de la belleza y sublimizar todo aquello que llega a los oídos y al sentimentalismo, ministrando el alma misma.

Quisiera, entonces, que analicemos cuál es el problema. Y es que, normalmente las alabanzas, cánticos, música y toda la artillería religiosa, incluyendo las diferentes doctrinas, mensajes y aun coreografías, logran conquistar, bajo una seductora sensación de placer, “todo para mí”. En ese momento, el supuesto propósito de la alabanza al creador de la belleza -nuestro Dios-, es canalizada a la concupiscencia del hombre, que en su interior permanece con la idea infundida por Satán: “tú puedes ser como Dios”. Y en ese sentimiento, somos conquistados por la belleza, sea cual fuere.

Claro, Dios también creó los sentidos materiales para el solaz e interrelación del ser creado -llamado hombre-. Pero el problema es que, ante nuestra incapacidad de dimensionar la grandeza de Dios, el placer mismo que provoca la belleza, se convierte de base en nuestro “dios”, el cual llega a obsesionar nuestra mente y alma. Como resultado, adoramos toda belleza que provoca placer y: “A mayor belleza más riesgo”. “…ya que cambiaron la verdad de Dios (el creador de la belleza) por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas (la belleza creada) antes que al Creador…” (Léase Romanos 1:18-32).

Al respecto de esto hay multitud de ejemplos. Pero hay uno que quizá fue el punto inicial de este mal. Cuando Adán fue preso de la belleza de aquella mujer Eva, la cual fue el deleite de sus ojos, tomando ésta, el lugar de Dios. No está demás mencionar, que hasta hoy persiste esa tendencia en idolatrar a las féminas en forma desordenada. De allí, hasta suicidios y proyección de vicios inducidos por la pasión. De aquí en adelante el hombre como punto central, idolatró la belleza en cualquiera de sus géneros y no al creador de ella. Es, entonces, en donde el maligno -usando la aplicación de este principio-, tratará de conquistar al hombre, mediante la belleza vista desde todo ángulo. Incluso en la misma religión o culto.

Dios en su sabiduría, se muestra al hombre en la manifestación de su Hijo Jesucristo así: “Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Is. 53:2). Si vamos a un punto actual, el apóstol Pablo al respecto de la mujer dice: “Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras…” (1 Ti. 2:9-10). También el apóstol Pedro se expresa: “Vuestro atavío no sea al externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 P.3:3-4). Podemos aquí también apreciar, la preocupación de Dios mismo en que la exaltación de la belleza lleva a la idolatría y al cambio de valores, respecto al fervor y devoción al único que merece toda gloria, admiración y alabanza, por ser el creador de la belleza misma.

Amados hermanos, estamos de continuo expuestos a las diferentes manifestaciones de la belleza, la cual concupiscentemente tendrá cada día más y más logros, despertando en sí misma la admiración para que el hombre cambie injustamente, al Dios vivo y verdadero. Por eso el apóstol Juan dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo (…) Porque todo lo que hay en el mundo (esa belleza que conquista), los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria (…) Y el mundo pasa, y sus deseos…” (1 Jn. 2:15-17). La belleza es como un espejismo, algo efímero, fugaz, pero altamente esclavizante y así: “A mayor belleza más riesgo”. Por eso la iglesia verdadera del Señor tendrá que negarse a la vanidad de la belleza, para acogerse y amar lo único real y verdadero, que es el Creador mismo de cualquier especie de belleza. “A Dios sea la gloria por siempre”. Amén y amén.