En el mundo todos hablan de amor y este término es tan popular, que al final resulta totalmente incomprensible, ante el verdadero concepto divino de lo que significa el amor. Este tema ocupa libros enteros, poemas, novelas, etc. Pero al final, todo lo escogido y expresado literariamente, sólo es el reflejo del egoísmo, del amor propio y del beneplácito de recibir de parte de alguien, lo que en algún momento aquel pueda dar, explotando al máximo sentimientos y servicios. El problema del amor al estilo humano -engendrado de la soberbia satánica (querer brillar más que otros)-, es que éste nunca puede ver el derecho de otro, ni sufre sus necesidades, no conoce el sacrificio ni la negación personal y únicamente pretende sacar provecho de los demás para sí. No considera la debilidad, la incapacidad de alguien, es implacable, juzga desmedidamente, mediante una rectitud que ni él es capaz de llevar. Acusa sin tener elementos ni fundamento. Es irritable ante los errores de otro y al final termina solo, como un ególatra más, sin amigos, desconfiando de todos -hasta de su misma sombra-. Y este mal llamado amor, es el que rige los principios del amor “eros” entre hombres y mujeres, que al final sólo pretenden llenar las demandas de placer unilaterales, sin importar el daño que se ocasiona a su paso. Pero además, este tipo de amor afecta aun los valores del amor “fileos” que se da entre padres, hijos, hermanos, los cuales aun circunstancialmente se sirven unos de otros exigiendo atenciones, entrega, caricias, sólo para él y lo más trágico es que este tipo de amor -mediante las diversas religiones diciendo amar a Dios-, únicamente se aprovecha de sus beneficios, tratando de explotar al máximo al creador y su provisión, sin entender que hay valores mucho más excelentes en cuanto al amor con que deberíamos amar bajo el ejemplo del eterno.

         Ya teniendo claro a lo que le hemos llamado amor, revisemos qué o cuál es el verdadero amor, según la elocuencia de ejemplos vertida por el creador.  En primer lugar: es “dar”, y dar es despojarse, entregar; marcándose cuando Dios nos dio la vida y luego dio a Adán toda su creación para gozarla y administrarla. Además, le dio su amistad poniéndolo como la corona de la creación; le dio el conocimiento para vida y le dio la gloria de su libertad o libre escogencia. Y es así, como Dios evidencia su amor en el dar: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn.15:13). Veamos ahora: ¿qué es eso de dar la vida por otro? La vida se traduce en: mi tiempo, mi derecho, mi esfuerzo, mis capacidades, mi ánimo, mi comprensión, mis sentimientos, mi entrega, lo que tengo y soy; y luego teniendo esto -que es todo lo que tengo y soy-, lo entrego en beneficio de otro… ¡Esto es imposible! Pues parezca imposible o no, es precisamente lo que Dios manifestó al entregar la vida entera de su hijo para salvar al objetivo de su amor que somos tú y yo. “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (v.9). Entonces, se deduce que el amor no se origina en el hombre, sino es un engendro divino a través del Espíritu Santo, porque la esencia y naturaleza íntima de Dios es el amor. ¿Y cómo saber si tengo amor en mí?  Primero: “Si me amáis, guardad  mis mandamientos” (Jn.14:15). Quiere decir que el amor a Dios se traduce en obediencia. En segundo lugar: En el amarnos los unos a los otros: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero. Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn.4:19-21). Lo más lamentable, es que aun dentro de las mismas iglesias se vive el amor al estilo del mundo, cuando cada quien por “querer brillar más” y buscar su propia gloria actúa en total egoísmo, convirtiéndose en verdaderos campos de batalla, en las cuales surgen mentiras, resentimientos, iras, enojos, contiendas y hasta calumnias que gravan el alma misma; destruyendo la unidad del Espíritu y perdiendo la paz. “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis…” (Stg.4:1-2). Ya vimos, entonces, qué es el amor verdadero. Pero aún hay un reto mayor, quizás la prueba de las pruebas, y es: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos…” (Mt.5:44-45). ¿Podemos amarlos de verdad?

         Amado hermano, supliquemos ardientemente el amor verdadero que viene del eterno Dios, como implícito en la unción gloriosa de su Espíritu y amaremos incondicionalmente y sin reproche. Podremos perdonar, podremos entender a otros, podremos ser libres y por ende, ser felices aquí y felices por la eternidad. Amados, amémonos unos a otros porque esto es de Dios. Así sea, amén y amén.