Cada especie viviente sobre la faz de la tierra, tiene su propia forma particular de comunicarse entre ellos, miembros de la misma especie. Así la hormiga tiene su forma particular de hacerlo, los perros, los gatos y así todas y cada una de ellas, tienen su propio lenguaje o código de comunicación.  El hombre no es la excepción. Mediante el habla, los seres humanos somos capaces de expresar nuestros pensamientos a otro individuo o a muchos más que escuchan, naturalmente usando el idioma del contexto social donde se encuentre.  En los orígenes de la creación existía en la tierra un solo idioma, leamos: “Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras” (Gn.11:1). Y esto, lógicamente facilitó una tremenda unidad de criterios y pensamientos; continua diciendo: “…He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tienen un solo lenguaje…” (V.6).  En esa época, Dios tuvo que confundir las lenguas para que no se entendiesen unos con otros y detener la obra perversa que se habían propuesto hacer: la torre de Babel.

Recordemos que en esos albores (inicios) de la humanidad, el corazón del hombre ya estaba contaminado y corrompido por el pecado, y la enemistad entre Dios y Satanás ya se evidenciaba en la conducta adversa de los hombres hacía Dios. Quiere decir que la confusión de las lenguas -por parte de Dios- fue una medida que Dios tuvo que tomar para disminuir o desacelerar la corrupción universal del hombre y su ecosistema.  En su afán por preservar su creación, Dios levanta de los lomos de un hombre fiel y temeroso de Dios, llamado Abraham, un pueblo llamado Israel. A estas alturas, la raza humana ya se había multiplicado y había establecido Satanás su dominio sobre todos los hombres empujándolos a la idolatría, al paganismo, a las practicas aberrantes y perversas, todas ellas diabólicas; cuya finalidad es destruir al hombre, el cual es la criatura hecha conforme a la imagen de Dios, leamos: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir…” (Jn.10:10). El nivel de contaminación era tal, que como dicen las Sagradas Escrituras: “…todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Gn.6:5). Aquel pueblo que Dios levantó en el mundo, nace en medio del reino de Satanás, infectado por espíritus demoniacos que habían corrompido por completo la raza humana. Era tal el nivel de contaminación, que Dios mandó a destruir hasta las bestias y prohibió tocar las pertenencias de ellos. Podríamos pensar que es exageración, pues ni siquiera “tocar”, tal vez por nuestra ignorancia no podemos entender que la transmisión espiritual de lo malo o lo bueno se puede dar hasta con ese “simple tocar”.

Dios, para preservar aquel pueblo, le dio leyes tan perfectas y minuciosas, las cuales ninguna otra nación o imperio sobre esta tierra ha tenido. Razón tenía el rey David al decir de ellas así: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo” (Sal.19:7). Y es que eran mandamientos con origen divino.  Pero Israel no obedeció y su necio corazón buscaba instintivamente el mal, sus labios no eran puros delante de Dios, pues ofrecían un culto híbrido, mezclando en su corazón lo santo con lo profano. Su corazón estaba lejos de Dios aunque con sus labios alababan al Señor de Señores. Su corazón no convertido se iba detrás de los baales, de la avaricia, de la mentira y el engaño.

Hablando Dios a través del profeta Oseas, dice refiriéndose a la obra regeneradora de Jesucristo: “Porque quitaré de su boca los nombres de los baales (ídolos mundanos), y nunca más se mencionarán sus nombres (…) Y te desposaré conmigo para siempre (…) en fidelidad, y conocerás a Jehová” (Os.2:17-20).

Este llamado universal, a toda la raza humana, es confirmado por el profeta Sofonías cuando dice: “En aquel tiempo devolveré yo a los pueblos pureza de labios, para que todos invoquen el nombre de Jehová, para que le sirvan de común consentimiento” (Sof.3:9). Este remanente convertido por la fe en la sangre de Jesucristo, es el llamado a ofrecer a Dios un culto en espíritu y verdad.  ¿Qué tenemos que hablar de los ídolos (baales) del mundo? ¿Por qué rendirle admiración a aquellos que el diablo usa para esclavizar a las multitudes? ¿Qué debemos de hablar de la avaricia, mal que corrompe el corazón de los que la buscan? ¿De qué hablamos con nuestros hermanos? Los edificamos o nos corrompemos. Que Jesús use nuestros labios para edificar al que nos oye. Leamos: “Pero este es el pacto  que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jer.31:33). «Cuidado, las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres». Mejor hablemos entre nosotros: “…con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones…” (Ef.5:19). Que Dios les bendiga.