Nunca, ninguna de las cosas que tenemos y vivimos son frutos de la mera casualidad. Antes bien, tuvo que haber una “magnífica” siembra, para recoger una “grandiosa” cosecha. Esto se aplica desde las cosas más sencillas y materiales, hasta todo aquello sublime y espiritual, leamos: “Pero esto digo: El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará” (2 Co.9:6). Es así, también, como nuestro Dios, al trabajar estratégica y sabiamente en el don más excelente que es el “amor”, hizo la más gloriosa siembra, la cual ameritó la entrega de las entregas, que fue la de -sí mismo-, ya que no había en el universo un valor más excelso capaz de cubrir la demanda o precio por el pecado, el cual condenaba a la humanidad entera a la muerte eterna.

         Qué importante entonces, es conocer a Dios en su actuar, en base a una justicia sin igual y así involucrarnos en el conocimiento y su gloria y amarlo. Amarlo y valorarlo de verdad, partiendo de este principio: el hombre como tal no ama, sólo busca su satisfacción egoísta y personal. Este, al separarse en el principio de Dios -el cual es la esencia y origen del amor-, inicia su carrera estrepitosa en una actitud de sobrevivencia; cual bestia en la cruel selva de su pecaminoso cosmos. Vive para él y todo aquello que le provoca placer. Es incapaz en pensar y mucho menos trabajar en beneficio y apoyo a alguien más y menos a Dios, al cual no ve, ni oye, ni conoce, ya que al final, él mismo se escondió del hombre y éste queda entonces, perdido en su círculo propio de bajas pasiones y obsesiones, sin paz y sin esperanza. Viene entonces la primera actitud divina: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro.5:8). Además, Dios mismo es quien da el primer paso entregando -amor por traición- y dice la escritura: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn.4:10). Vemos, además, que dentro de sus dones y dádivas fortalece sus elocuentes muestras de amor –ahora-, dándonos de su Espíritu: “En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y testificado que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (V.13-14). Luego, al ser llenos del conocimiento de él y de su gloria, se nos abre un panorama totalmente diferente, ya que empezamos a ver y entender muchas cosas en el contexto del amor verdadero, que no conoce el egoísmo y que está dispuesto a dar de acuerdo a lo que ha recibido de su maestro. Pero, además, algo muy importante es que para ver todo esto, también nos ha dotado de un paquete de fe y no es de todos la fe, sino de aquellos que él predestinó para que comprendieran el misterio del “amor” que es por revelación, la cual no es indiscriminada sino el producto de su inteligencia y soberanía. Por eso, el que no conoce a Dios ¿cómo podrá amarlo? Necesitamos, entonces, ser llenos de la plenitud de su amor y por su Espíritu ver más allá del materialismo, el cual nos lleva a la angustia y a la muerte: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co.4:6).

         Si consideramos ahora, que hemos recibido el conocimiento de Dios y su amor, esto también tendrá que dar frutos en los ministrados por este Espíritu, que traducido se evidenciará en amor a los demás: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también amarnos unos a otros” (1 Jn.4:11). “El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos” (1 Jn.2:10-11). Algo también muy importante, es que al conocer a Dios en su amor, viene a nosotros la certidumbre de salvación y el temor se aleja, hay confianza, leamos: “…Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios y Dios en él. En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio (…) En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor hecha fuera el temor…” (1 Jn.4:16-18).

         Hay mucho más, una eternidad del conocimiento de Dios y su amor, y en la medida que crezcamos atendiendo en escudriñar las Escrituras, en acercarnos a él y adorarle en Espíritu y verdad, él nos llevará al pleno conocimiento de él y de su hijo Jesucristo, sabiendo además la profecía de Habacuc que dice: “Los pueblos, pues, trabajarán para el fuego, y las naciones se fatigarán en vano. Porque la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Hab.2:13-14). Iglesia del Señor: esforcémonos en la búsqueda del conocimiento de Dios, no tanto de letra, sino de descubrir la grandeza de su amor al entregarse por nosotros, al morir por nuestros pecados y así, en reciprocidad de amor entregar también nuestro espacio de tiempo representado por la vida y vivir por él y para él. Así sea, amén y amén.