Pertenecer a alguna familia admirada, o de mucho prestigio, o distinguida, siempre será motivo de satisfacción u orgullo. Pues se entiende que las cualidades que la caracterizan como familia especial, forman parte de la personalidad de cada uno de sus miembros. Además, se entiende que este prestigio o distinción, es producto de una determinada conducta y posición social de muchos años. Se ha forjado este abolengo desde muchos años atrás, los cuales han sido sostenidos por los antepasados, con mucha perseverancia y fidelidad en conservarlos.

Por lo tanto, no cualquiera se puede llamar miembro de esa familia. Si alguien dice ser parte de ella, tiene que distinguirse por su conducta o cualidades que lo ligan a esta hipotética familia. Otro elemento determinante para formar parte de esta familia es tener el mismo «linaje», que significa: “ascendencia o descendencia de una familia, especialmente de la realeza o nobleza”. En el caso de las familias humanas, se utiliza el apellido, el cual define un mismo hilo de ascendencia o descendencia entre todos sus miembros.

La palabra del Señor dice de los creyentes verdaderos: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable…” (1 P. 2:9). Esta es palabra de Dios. Observe que somos llamados por el mismo Dios: LINAJE ESCOGIDO. Y de inmediato menciona la característica que nos diferenciará de los demás humanos: “para que anunciemos las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

En una oportunidad, estando el Señor Jesús desarrollando su ministerio, la gente se agolpaba en la casa en donde él se encontraba. Y llegando su madre y sus hermanos le mandaron a llamar. Y le avisaron al Señor Jesús y él les respondió diciendo: “… ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Mr. 3:33-35).

Mi amado hermano, estamos viviendo en la dispensación de la iglesia de Laodicea y muchísimos se llaman a sí mismos: “hijos de Dios”, aunque no tengan el linaje de Dios en ellos, pues el nombre de Dios no se deja ver en su vida, digo la presencia santa del Dios vivo, leamos: “…todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice. Sacad al pueblo ciego que tiene ojos, y a los sordos que tienen oídos” (Is. 43:7-8). El que lea entienda, dijo el Señor.

Los que son de Dios, él los llamó, los formó y les dio su nombre santo, y los ha creado para que glorifiquen el santo nombre de Dios, mediante sus vidas y testimonio. No es sólo el nombre que abusivamente nos atrevemos a ponernos, sino la evidencia palpable de una vida no sólo transformada, sino practicante de una verdad objetiva y no subjetiva. Un evangelio que como la luz resplandece en las tinieblas, así también el testimonio del fiel creyente, confirma su linaje al cual pertenece.

Y dice el pasaje de Isaías: “Sacad al pueblo ciego que tiene ojos, y a los sordos que tienen oídos”. Suena paradójico ¿no crees tú mi estimado hermano? ¿Ciegos que tienen ojos? ¿Y sordos que tienen oídos? Esto es exactamente lo que está sucediendo en la actualidad. Cuántos creyentes hay que aunque oyen prédicas y ven las obras de Dios, no las entienden ni las ven. Porque si las vieran y entendieran dejarían de pecar, o de llevar un evangelio mediocre o tibio, que los arrastra hacia una vida cristiana sin frutos que glorifiquen a Dios ni a su Hijo Jesucristo, quien murió por ellos.

Y lo peor, no verán la gloria de Dios en su venida, como ellos creen y lo afirman. Serán de aquellos que tendrán que oír las palabras del Señor Jesús, duras pero reales: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (…) Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt. 7:21 y 23).

En su palabra Dios afirma que somos miembros de su familia y por lo tanto, herederos de sus promesas, y copartícipes con Jesucristo de su gloria y de su vida eterna. Hemos sido adoptados y tomados como hijos de Dios, con todos los derechos otorgados a su unigénito Hijo Jesús, leamos: “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Ro. 8:17).

Como siempre, si queremos obtener las benditas promesas del Señor, tenemos que llenar esa cualidad de ser copartícipes de las experiencias vividas por el Señor Jesús. Hay un si condicional en este versículo, que nos orienta a vivir la vida de nuestro Salvador Jesús, si es que queremos ser copartícipes de sus bendiciones prometidas. Si somos de su linaje esto no se volverá una ley, sino un actuar por la naturaleza espiritual adquirida, gracias a la unción del Espíritu Santo de Dios, derramado en nosotros.

Si tú eres un hijo de Dios, demuéstralo con libertad y no te avergüences del evangelio, porque es poder de Dios. Que tu vida sea una evidencia palpable del linaje divino en ti. Que Dios te bendiga y te llene de su unción santa. Amén y Amén.