La certeza y la firme convicción del creyente en cuanto a la garantía de la salvación, no está sustentada en la capacidad del hombre, sino en aquel que ha hecho la promesa de salvarnos, el cual es Dios. Dice la palabra de Dios: …sea Dios veráz, y todo hombre mentiroso…” (Ro. 3:4). Y añade la palabra diciendo: “…la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos…” (Tit. 1:2). Por fe, creemos que todas las cosas que vemos y aun las que no vemos, fueron hechas por el poder de su palabra. Todo lo que existe en el mundo físico tangible como en el mundo espiritual intangible, tiene un origen común y es: Dios. A él se sujetan todas las cosas y todo lo que hay por él subsiste, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.  Por él y para él son todas las cosas.

Si Dios quitara de sobre la faz de la tierra su Espíritu, todo dejaría de ser.  “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (He. 11:3). Ese es nuestro Dios, el Omnipotente y todo poderoso Dios. Al que ningún ojo ha visto ni le puede ver, el eterno y soberano Rey de Reyes y Señor de Señores. Ante quien se doblará toda rodilla y toda lengua confesará que él es el eterno Dios. Es el que es, el que era y el que ha de venir. El inigualable e invisible «yo soy el que soy»”, Jehová de los ejércitos.

Él es el destino de nuestro camino, como dice el Señor Jesús: “…Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre (el destino), sino por mí” (Jn. 14:6). Es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el eterno creador. El que estableció los cimientos de la tierra, el que le puso límite al inmenso mar cuando lo formó y estableció. El creador del agua y de la lluvia, el que formó las pléyades, el orión y todas las constelaciones. Él es nuestro Dios.

Y ante todo esto me pregunto: “¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?” (1 P. 3:13) “¿Qué pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Ro. 8:31).

 Una salvación verdadera

Podemos decir con plena certeza: “Bienaventurado aquel cuyo ayudador es el Dios de Jacob, cuya esperanza está en Jehová su Dios…” (Lea el resto del Salmo 146).

¡Aleluya! Sí, Dios no escatimó ni aun a su propio Hijo, sino que lo entregó por precio en rescate de nuestra alma. ¿Cómo no nos dará también con él todas las cosas? Por eso el apóstol Pablo dice: “…todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Co. 3:22-23). Vamos mis amados hermanos, no dudemos en lo más mínimo de la certeza y veracidad de la salvación: “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió. Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras…” (He. 10:23-24).

No dejando de reunirnos, sino alimentando día tras día la fe, la esperanza y el amor. Haciendo estas cosas no estaremos ociosos ni sin fruto, pues traducimos al plano de la práctica, el conocimiento de nuestro Salvador Jesucristo y volvemos tangible, el poder del Santo Espíritu de Dios que mora en nosotros. Contagiemos al mundo de ese amor perfecto de Dios hacia los hombres. Hemos sido constituidos en embajadores de Dios para con los hombres. De esta forma, acercamos las cosas celestiales a los hombres mortales (el reino de los cielos se ha acercado a los hombres). Convirtamos el evangelio de la salvación en un mensaje práctico y creíble, sencillo y accesible a toda persona.

Y por nada del mundo dudemos de la promesa hecha por el Señor Jesús, pues “…el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stg. 1:6). La duda corrompe y produce incredulidad, lo cual impide gozarse en los caminos del Señor. El incrédulo o el que duda, peca y con eso revela que no le ha resplandecido la luz de Cristo y el lucero de la mañana aún no llega a su vida. La incredulidad condena y es comparada o equivalente -de acuerdo al libro de Apocalipsis-, al pecado de homicidio, fornicación, hechicería e idolatría; y tendrán los incrédulos parte en el lago de fuego que es la condenación eterna.

Por lo tanto “…levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado” (He. 12:12-13). Ante todo lo escrito anteriormente digo: ¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?

Que Dios nos ayude y sostenga hasta el final. Amén.