Desde que existe el universo, siempre ha habido leyes. Las leyes son sinónimo de la verdad absoluta, de la perfección, el equilibrio, la inteligencia y el amor eterno. Nada, absolutamente nada, funcionaría en el universo sin los principios de una inteligencia superlativa, del único ser divino «capaz de crear». Esta virtud, ningún ser la tiene, ya que todo ha sido gestado de una fuente única que habla de una perpetuidad sin género. El «ELOHIM» (Creador, Todopoderoso) hace brotar de su ser íntimo «LEYES Y PRINCIPIOS», los cuales habrían de regir lo que era, es y será eternamente suyo: “Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio al él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Ro. 11:34-36).

Los hombres de ciencia, desde tiempos inmemorables y aun sin creer en Dios, reconocen que en el macro y microcosmos, existen siete leyes o principios que hablan del mentalismo, la correspondencia, la ley de la vibración, la ley de la polaridad, del ritmo, de causa y efecto, y del género; sin las cuales todo sería un caos total y material, y espiritualmente, pues, así es. En donde no hay leyes o no se respetan, hay desorden.

Cuando Satanás fue echado del cielo, cayó a esta tierra con los ángeles que no guardaron su dignidad. Este acto de presencia y su rebeldía a las leyes divinas, la convirtieron en «desordenada y vacía», su hábitat, sin luz ni verdad. Aparece Dios en escena y mediante leyes sabias ordena, y surge la vida por el poder de su palabra: «Y vio Dios que todo era bueno». Y los ángeles -los que no oyeron la voz del Querubín- al unísono exclaman su aprobación a los principios de sabiduría, evidenciados en todo lo creado. Dios sigue creando leyes y principios que modularán el nuevo régimen establecido para él, hasta llegar a crear a la representación máxima de su proyecto, aparentemente material, pero con propósitos realmente espirituales a la postre y es el hombre, creado a «imagen y semejanza de él mismo».

Todo lo creado por Dios, obedeció las leyes de él. En su palabra se expresa tan evidentemente esta sujeción: “¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? ¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra? ¿Alzarás tú a las nubes tu voz, para que te cubra muchedumbre de aguas? ¿Enviarás tú los relámpagos, para que ellos vayan? ¿Y te dirán ellos: Henos aquí? ¿Quién puso la sabiduría en el corazón?…” (Job 38:33-36).

 

¿Ahora, por qué el hombre aborrece y rechaza las leyes?

Hasta antes del hombre, sólo ese ser perverso, llamado Satanás y sus hordas, fueron capaces de ir en contra de las leyes establecidas por Dios, ya que el “obediente universo”, seguía funcionando a la perfección. Pero ese género maldito de rebeldía y desacato fue injertado. Digo, posteriormente a su creación, en el corazón de aquel que apoyó esa perversa idea. Fue mediante la obra astuta del engaño, en la cual Adán y todos nosotros, sus descendientes, somos rebeldes por naturaleza, leamos: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12).

El espíritu de transgresión por la hipotética idea de “ser como Dios”, permanece en el hombre. El pretende en su ignorancia, crear sus propias leyes y principios de vida, los cuales mediante -su ciencia-, trata de imponer a toda una creación que nunca concibió. Y sólo ha destruido todo su ecosistema, el cual se precipita vertiginosamente a una hecatombe total, que lo destruirá junto con sus “estúpidas” leyes.

 

¿Y cuál es el problema de las leyes?

Mi muy respetado y amado lector, el problema no es la ley. El problema somos tú y yo, quienes por genética o tradición, aceptamos el engendro satánico junto con sus torcidas leyes como guía de nuestra vida. El mundo entero, bajo el dominio del maligno, ha tomado como esclavos a esta generación de seres, quienes originalmente, fuimos hechos para que voluntariamente y con sentimiento, sirviéramos, amáramos y obedeciéramos sin malicia, al único y sabio Dios. De allí, que la rebeldía y la necedad están ligadas al muchacho y nacemos protestando por el clima; no pedimos, reclamamos y exigimos el alimento. Por instinto expresamos nuestros caprichosos impulsos. Crecemos y llegamos a ser adolecentes, tratando de imponer nuestras leyes. Oprimo, abuso e irrespeto a todo lo que es símbolo de autoridad.

Jesús, en su amor y misericordia, nos vino a enseñar y a mostrar los efectos y beneficios de acatar y obedecer en el Espíritu y de corazón las leyes establecidas, sabiendo que: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón (…) Los juicios de Jehová son verdad, todos justos” (Sal.19:7-9). Y dijo el Señor: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar (quitar) la ley, sino para cumplir”. Eso hizo Dios hecho carne y hoy nos invita a cumplir con estos principios para vida.

Por tanto: hijos, obedezcan a sus padres; mujeres, sujétense a sus maridos; empleados, sujétense a sus patrones; hombres, sujétense a Dios y sus principios como cabeza vuestra; y “Sométase todo hombre a toda autoridad”, material y espiritual. Pero hemos de reconocer que sólo Dios pone en nosotros el querer como el hacer. Por tanto, cada uno consideremos nuestro estatus de rebeldía a lo establecido y clamemos al único Dios, quien es misericordioso. Porque sin obediencia natural a la ley divina, será imposible hablar de vida eterna. ¡Padre, ten misericordia de nosotros! Y haznos obedientes a tu ley. AMÉN Y AMÉN.