La felicidad como tal no es sólo un estado casual de ánimo, sino el estar plenamente satisfecho, gozando lo bueno que realmente se desea; encontrando mi realización en las más nobles y preciadas metas. En este sentido, vayamos a los orígenes de la felicidad y que como núcleo central emanan del Dios altísimo, representada en el equilibrio, la perfección, la armonía, la justicia, el orden, la disciplina, el poder, la verdad, el ritmo, la inteligencia, la misericordia, la paz, la sabiduría, la bondad, el desprendimiento, la humildad, la rectitud, el perdón, la gracia y sobretodo -el amor-. Dios, entonces, al guardar intrínsecamente todas estas virtudes, es por excelencia y naturaleza -el ser más feliz-. Ahora, al considerar que todas las obras que él hace llevan la plenitud de la felicidad, al crear al hombre a su “imagen y  semejanza”, es obvio entender que lo hizo “feliz” y con todo el potencial de seguir siendo feliz -mientras lograra mantener la perfecta comunión con su hacedor-, ya que él seguiría ministrando en su criatura su estado pleno de felicidad. Además de todo esto, le da una oportunidad de libertad de escogencia. Adán, entonces, era feliz en su pureza natal, sin malicia alguna que le quitara la paz. Hasta que el maligno le mostrara otro tipo de felicidad, fundamentada en el materialismo filosófico, vendiendo a éste, -mediante la estimulación de sus sentidos materiales-, la utopía de “momentos de felicidad” mediante la concupiscencia progresiva, la cual fue minando la mente, alma y cuerpo del hombre, al extremo que éste cambia la gloria o felicidad como naturaleza, adoptando pequeños -éxtasis de placer-, sin considerar daños y ofensas colaterales a Dios en su pureza y perfección, ni a terceros; degenerándose él y prostituyendo con esta actitud egoísta a todo el ecosistema, el cual sufre la maldición por la justicia divina, aún en misericordia. A toda esta gama de pequeños picos de felicidad la palabra les llama: “pecado”, el cual incluye vicios, aberraciones, adulterios, fornicaciones, avaricias, inconformidades, odios, desobediencias, etc. Todo esto es idolatría, lo cual nos aparta de Dios y fuera de él, nadie podrá ser feliz aunque quizá aparente algo, mediante el autoengaño del emocionalismo religioso, el cual al igual que cualquier concupiscencia, es una felicidad pasajera y efímera. Y así, vemos a muchos “pseudo-cristianos” sumidos en desafortunadas depresiones y frustraciones, sin ánimo, ni fe, mucho menos portando el estandarte de la naturaleza divina manifiesta en un ser feliz.

         El hombre, entonces, dejó de ser feliz, porque: “…cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador…” (Ro.1:23-26). Esto es precisamente, los ápices de placer, momentos que aparentan algún gozo, pero que al final llenan la vida de amarguras y sinsabores, vergüenza, pérdida de los valores y la autoestima, bajo la maldición de la resaca del pecado, que paulatinamente causa la muerte espiritual y aun material, ya que las pequeñas dosis de placer son las causantes de múltiples enfermedades degenerativas, aun de la misma genética del ser humano, hasta los extremos del las “enfermedades del siglo”, representadas entre otras con el sida, el cáncer mismo, el ébola, papiloma humano, fenómenos mutantes, herpes, etc.

         Dios guarda siempre en su corazón el buen deseo de que el hombre sea verdaderamente feliz y decide visitarnos y mostrarnos que aún se puede lograr ese don de ser feliz. Por eso, a través de Jesucristo, manifiesta: “El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció. Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt.4:16-17). Además, la prédica de Pablo en el Espíritu declara: “…porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Ro.14:17). Y esto se traduce en “felicidad” que es de continuo. La escritura advierte que hay felicidad en la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Jn.14:27). Aquí nos habla de una verdadera y continua felicidad no basada en el materialismo, sino al contrario, volviendo a los originales fundamentos de la misma, los cuales se gestan en el Espíritu del Dios viviente. El hombre pierde la felicidad por la desobediencia y hoy la recupera obedeciendo el ejemplo de Cristo, el cual -felizmente- llevó nuestra victoria en la cruz del calvario. En el Sermón del monte podemos apreciar continuamente el término: bienaventurado, que es sinónimo perfecto de “felices y felices…” Los pobres en espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los perseguidos, etc. (Véase Mateo 5:1-12).

         Amado hermano, Dios nos hace un llamado hoy a ser verdadera y perpetuamente felices, y para ello nos ha dado toda una estrategia santa y perfecta mediante su hijo Jesucristo como ejemplo, su palabra como guía o mapa y su Espíritu, mediante el cual nos es otorgado el poder sobre toda potestad concupiscente del medio y hacernos más que vencedores; fincando como meta -no este mundo ni sus deseos, sino- la vida eterna, con el ser más feliz del universo, el cual nos hace partícipes de esa felicidad hoy y por siempre. Así sea. Amén y amén.