Siempre, desde que el hombre aparece sobre la faz de la tierra, ha tenido la intención de ofrendar o dar algo a quien -en su conciencia- reconoce como alguien grande o especial. Quizás digno de admirar, aunque sin conocer realmente ante quién está, pensando y dimensionándolo conforme él es y su escasa visión materialista. Es así como vemos, que según la Palabra, el que primero se dispone o avalancha a ofrendar a Dios fue Caín, que sin conocer ante quién estaba, entrega de su vanidad y su soberbia, sus logros, mostrando de lo que era capaz, para despertar la admiración del que no sabía que registra en su mente, las “intenciones” del corazón de cualquier mortal. Caín, por supuesto, no era sincero, ni su verdadera proyección era agradar a -su- Dios, sino agradarse,  a sí mismo (él era su propio dios). Y es allí, donde inicia de parte del Dios eterno, el discernimiento de su verdadera intención, la cual era mezquina y perversa: “Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová” (Gn.4:3).

         Veamos ahora, que en segundo lugar viene Abel. Esto habla de alguien que no buscaba la primacía ni la gloria, sin embargo, trae algo más que lo mejor, materialmente de sus ganados, los primogénitos. Pero ¿qué vio Dios?: “la buena intención…”, el mejor sentimiento de agradar a aquel quien recibiría la ofrenda. Dicho en otras palabras, cuando doy algo, grande o pequeño, sencillo o muy valioso, delante de la inteligencia divina vendrá un escudriñamiento en razón de lo que me mueve, qué quiero en el fondo, qué pretendo o verdaderamente qué busco: agradarme yo o a Él. Claro, nadie quiere ser evidenciado en cuanto a sus verdaderas intenciones, por lo que tratará, mediante las mejores estrategias, mediante solemnes y vistosos cultos y ritos, mostrar su mejor perfil. Ante el beneplácito de Dios hacia Abel: “Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda…” (V.4). Queda más que evidente una verdadera e inteligente prueba para Caín, la cual no paso, ya que al enojarse profundamente y aun demudar y decaer su semblante, muestra quién era en su núcleo espiritual e íntimo a lo que el dictamen, era evidenciar la perversidad de su espíritu al expresar Dios: “Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido? y si no hiciereis bien, el pecado está a la puerta…” (V.7). Por si no creemos acerca del discernimiento y el juicio evidenciado, este malvado es capaz de matar a su hermano, quedando confirmada la hipócrita intención de la ofrenda ofrecida.

         Ante todo este análisis escritural, hemos entonces de considerar cuál debe ser nuestro criterio desde lo más íntimo en esto: ¿Cuál es mi intención Señor mío al ofrendar? Pues esto, en adelante, no debe ser un acto religioso ni insensato, ya que el ofrendar no sólo es depositar en el alfolí un par o muchas monedas, sino también todo aquello manifiesto en servicio, mediante un puesto eclesiástico, un privilegio de iglesia, una ofrenda al necesitado, una visita al enfermo, una acción material, una donación, ayudar a la viuda y al huérfano, el predicar, el presidir, el mismo orar y ayunar: ¿Qué buscamos realmente…? ¿Solazarnos en nosotros mismos, buscando justificarnos en nuestras obras, mostrando al mundo lo que damos o hacemos, sonando trompeta acerca de nuestras obras y ofrendas? La palabra dice al respecto: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Co.9:7). “Mas cuando tú des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público (…) Mas tú cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto…” (Ver Mateo 6:1-6).

         Pero al final de todo lo planteado, qué importante es entregar “mi mejor ofrenda” y la mejor será siempre la espiritual, la que brota de aquel corazón puro y sincero, de alguien nacido de nuevo. Que a pesar de no ser yo el más perfecto, quiero y lucho dentro de mi mismo ser, por agradar a aquel que dio aun su vida por mí: “…no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios. Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres…” (Col.3:22-25). Pero ahora, la ofrenda más maravillosa en similitud a la ofrenda de Cristo -quien se negó en todo- es esta: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Ro.12:1). Aquí está el principal sacrificio cuando entregamos nuestros deseos, nuestra voluntad, nuestro derecho, nuestras pasiones y todo lo que tengo por él y para él; negándonos al mundo y sus deseos. Eso sí convence a Dios, lo demás será filosofía y presunciones sin fundamentos, que más bien traerán la ira del mismo Señor, el cual arrojará cualquier ofrenda ante nuestros ojos, destruyéndola como la de Caín y aún a él mismo. Dura es esta historia, pero real en su vivencia y contenido doctrinal, siendo que Dios jamás será burlado. Señor, ayúdame en mi flaqueza e insensatez, para presentar ante ti una ofrenda voluntaria y que pueda agradarme en hacer tu voluntad. Así sea, amén y amén.