No tratemos de engañarnos a nosotros mismos, en cuanto a argumentos falaces, respecto a palabras y acciones “al aire”, tales como: ¿No sé qué pasó? ¡Se me salió! ¡No sabía lo que hacía! ¡No pensé que…! Etc. Únicamente pretextos para justificar nuestro mal proceder. Con esto, menospreciamos a Dios, quien mediante su Espíritu Santo, nos ha activado un -sentido especial-, el cual es la conciencia y quien -según la Escritura- nos guía a toda justicia y a toda verdad, dándonos además lucidez, mediante el entendimiento de pecado, de justicia y de juicio. Esta conciencia la tienen todos los hombres del mundo. Sin embargo, permanece inactiva a consecuencia del pecado como mal universal y en algunos casos, como consecuencia secundaria del menosprecio, podría ser cauterizada por el mismo creador, según lo revela en el libro de Romanos 1:28-29: “…Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia…” Aquí, categóricamente dice que Dios los entregó.

         Esta conciencia cauterizada o “encallecida” como se menciona en otras versiones, se ve muy evidente cuando el Señor Jesucristo se refiere -hablando a sus discípulos-, respecto a los fariseos y otros: “…para que viendo, vean y no perciban; y oyendo oigan y no entiendan; para que no se conviertan, y les sean perdonados sus pecados” (Mr.4:12).

 

¿Y qué de las acciones y reacciones humanas?

 

         El actuar humano, son las diferentes respuestas ante cada una de las circunstancias internas y externas, que en adelante les llamaremos pruebas, las cuales provocarán diversas reacciones. Mi reacción será positiva o negativa, siempre obligada por un espíritu, el de Dios o el de Satán. En tal sentido, ante una prueba de enfermedad: dolor, pesar, escasez, envidia, agresión física o psicológica ante cualquier injusticia hacia mi persona, etc. ¿Qué digo, cómo acciono y reacciono? Si mis respuestas son mediante los dones del Espíritu, reflejadas en: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza, esto revela que el Espíritu de Dios gobierna mi vida, mis pensamientos y mis acciones. Pero si mi respuesta ante las mismas pruebas, son: odio, enojo, contienda, agresividad, maledicencias, maldad, materialismo, soberbia y falta de control, lamento decirte que es el espíritu de Satán quien gobierna tu vida e impulsos. Lamentable, pero sí, una ineludible verdad: “…Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais (…) Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais (…) Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer…” (Jn.8:39-44). Léase aquí obras, como acciones y reacciones, las cuales pueden ser verbales o aún reaccionarias con violencia física u otras.

         El Señor ubica a sus discípulos en aquel momento de prueba ante la injusticia de los samaritanos, reprendiéndoles: “…Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas…” (Lc.9:55-56). Estos hombres al igual que muchos de nosotros -en la carne-, somos reaccionarios y pedimos que caiga “fuego del cielo” sobre nuestros enemigos y aún contra muchos de los que conforman nuestras iglesias; y ante la incapacidad, por la ausencia del Espíritu de Dios, actúan malvadamente.

         La Palabra le denomina frutos también a nuestras acciones y reacciones, y recordemos que siempre lo más apetecible de un árbol, no son los troncos ni el follaje, sino esos maravilloso frutos, los cuales mediante su sabor, consistencia, frescura, olor y otras características, evidenciarán una calidad, la cual siempre llevará el comentario del que espera siempre lo mejor.

         Amado amigo y consiervo, qué pasará cuando venga el “gran agricultor”, el dueño y amo de todo, quien puso la mejor semilla, el mejor fertilizante, el mejor cuidado y extienda su laboriosa mano para tomar de nuestros frutos… ¿Satisfará su vista, olfato y paladar? O ¿luego del primer mordisco, tendrá que expulsar el bocado amargo de un fruto podrido y pervertido por el pecado, odio o egoísmo? O quizás, ningún fruto haya como aquella higuera, la cual tuvo que maldecir, secándose de inmediato.

         Son mis frutos, traducidos en acciones y reacciones, los que en consecuencia han de determinar cuál es el espíritu que gobierna tu vida y la mía, y si aún está vigente y activa la conciencia. Meditemos sobre el predominio de un espíritu, porque de una misma fuente no salen aguas dulces y amargas a la vez. Si tu análisis es de malas acciones o frutos, aún estamos en buen tiempo para suplicar a Dios de su intervención en una nueva cosecha mediante el Espíritu Santo, para que él ocupe todos los espacios de mi mente y mi corazón. Para que mi ser entero: espíritu, cuerpo y alma, despidan olor a Cristo y sabor a él, para que como incienso agradable sean recibidas nuestras ofrendas, alabanzas y peticiones delante de su presencia eterna. Así sea. Amén y Amén.